G.B., 12 años en la Legión, cuenta por primera vez cómo fue contratado por la empresa Blackwater para misiones en aquel país tras la salida del Ejército ordenada por Zapatero. Otros españoles instruyen a hombres en Bagdad. Un ex militar selecciona ahora candidatos para hacer un nuevo envío de profesionales
ANA MARIA ORTIZ
Un grupo de españoles entrando en Israel. /
Decidió romper su contrato con Blackwater y abandonar Irak el día que una ristra de balas taladró la chapa sin blindar del camión en el que viajaba y que custodiaba. Las condiciones de trabajo no eran ni mucho menos las que Blackwater -el polémico ejército de mercenarios que opera en Irak, investigado estos días por el congreso estadounidense por su violencia desmedida y por el asesinato de civiles- le había prometido a G. B., español, 36 años.
Los emisarios de Blackwater en España lo habían citado en noviembre de 2004 en la sala de conferencias de un prestigioso hotel del Paseo de la Castellana, en Madrid. Guardaban la puerta del recinto un puñado de vigilantes. Dentro, el auditorio lo conformaban un centenar de españoles -ex militares, escoltas, agentes de policía en excedencia...- interesados, como G. B., en alistarse con los de Blackwater por 11.500 euros al mes. Todos habían superado ya un test psicotécnico, entregado un certificado médico y firmado una cláusula de confidencialidad que los obligaba a no difundir nada de lo que allí se les revelaría.
La oferta se la sirvieron pintada de color de rosa. Según les contaban desde el púlpito, su cometido en Irak sería la protección de personalidades; el ejército norteamericano cooperaría con ellos al 100%; se moverían en territorio seguro, dentro de la zona verde de Bagdad, controlada por estadounidenses e ingleses; estarían en alerta roja pero no se les expondría al fuego enemigo...
«Una vez allí me destinaron a la escolta de un convoy de camiones que transportaba víveres entre Faluya y Djiwaniya. Se trataba de tres camiones VIENE DE LA PAGINA1 /custodiados por dos vehículos blindados de Blackwater, uno en la avanzada y otro en la retaguardia. En los blindados iban los americanos mientras que a los españolitos nos colocaban en las cabinas de los camiones. Yo veía que la gente cogía tres chalecos antibalas y no entendía para qué. Un mexicano, también en Blackwater, me insistía: "¡Cógelos, cógelos!". Enseguida lo comprendí. Los camiones no estaban blindados así que imité a los veteranos y, además de colocarme uno, puse otro cubriendo la ventanilla y un tercero en la puerta. Cuando me quejaba a los mandos, me decían que no me preocupara, que a los camiones no les pasaba nada. Pero yo no dejaba de ver por el camino vehículos similares reventados. Un día, el conductor rumano que me acompañaba comentó sin darle mucha importancia: "Nos tiran piedras". ¿Piedras? Cuando bajé vi que a escasos centímetros de mí había una ráfaga de disparos tremenda».
El que leen es el primer testimonio que trasciende de un español metido en las entrañas de Blackwater. G. B, que prefiere preservar su identidad completa, no fue el único que escuchó los cantos de sirena con los que los norteamericanos encandilaron a los presentes aquella mañana de noviembre. No sabe cuántos del centenar citados en el hotel -entre ellos 6 ó 7 mujeres- acabó mordiendo el anzuelo. Pero sí que con él viajaron hasta Bagdad -vía Londres, con escala en Turquía- otros 32 españoles fichados como mercenarios por la empresa norteamericana.
Hasta ahora se habían difundido informaciones que apuntaban a la presencia de españoles entre los 50.000 soldados de fortuna que operan en Irak. Al menos hasta la salida de nuestras tropas en abril de 2004. Pero, según ha podido saber Crónica, las contrataciones continuaron después de la orden de retirada de Zapatero. Sin ir más lejos, G. B. y sus 31 compañeros aterrizaron en Bagdad el 10 de enero de 2005. Blackwater, muy hermética ahora que se cuestionan sus métodos, no facilita a Crónica el número total de españoles que ha pagado ni si aún tiene alguno en plantilla.
Nuestro protagonista desertó aquel día en que su camión llegó a la base con aspecto de queso gruyere -«el norteamericano al que le dije que me iba me llamó maricón»-, después de dos meses y 10 días como blackwater. En ese tiempo cubrió hasta 23 veces -«siempre con el culo apretado al asiento»- los 190 kilómetros que separan Faluya de Djiwaniya.
Su estancia con los mercenarios le sirvió para saber que en Blackwater hay soldados de segunda -los españoles, además de ser destinados a los puestos de mayor exposición, cobran 11.500 euros al mes, la mitad que los estadounidenses- y de tercera -los sudamericanos hacen el trabajo por 4.500-. G. B. asistió, también en primera fila, a los atropellos que ahora escandalizan al mundo. Por lo que cuenta, dentro de Blackwater los métodos violentos eran una epidemia contagiosa de la que él mismo acabó infectándose: «Las dos primeras semanas no me atrevía ni a disparar al aire, pero al final acabé como ellos, pateando gente, tengo que reconocerlo. Allí, un buen dentista se hubiera hecho rico. Lo primero era un patadón en el pecho y el armamento en la cara. No se cortaban. Si les estorbaba algún vehículo en su camino les daba igual llevárselo por delante. Los camiones arrastraban coches cargados de mujeres y niños. Era salir del cuartel y ya estaban pegando tiros. Disparaban para abrir el tráfico. Oías tu rafagazo y a 100 metros el de otro convoy».
Lo que relata G. B. es poco para lo que ha ratificado el comité del congreso de EEUU que investiga los abusos de Blackwater. Su informe, difundido esta semana, los sitúa participando en 195 tiroteos desde 2005 dentro de las fronteras de Irak. En el 80% de los casos los de Blackwater dispararon primero. El incidente que colmó el vaso se produjo el pasado 16 de septiembre en una plaza de Bagdad y acabó con 11 civiles muertos. En su periplo iraquí Blackwater se ha cobrado al menos la vidas de otros cinco inocentes.
Para tratar de silenciar los despropósitos de sus mercenarios, la compañía ha llegado a indemnizar a las víctimas. Como los 15.000 dólares con los que consolaron a la familia de uno de los guardaespaldas del vicepresidente iraquí. El escolta acabó muerto la Nochebuena de 2006 tras una discusión con un blackwater pasado de copas.
«Blackwater es la guardia pretoriana de elite para la guerra global contra el terror, con su propia base militar, una flota de 20 aviones y 20.000 contratistas privados listos para entrar en acción». La definición es del periodista Jeremy Scahill, autor de Blackwater: el ascenso del ejército mercenario más poderoso del mundo.
AMIGOS DE BUSH
No es un secreto que Blackwater goza de predicamento en la Casa Blanca. Desde 2001, la empresa ha firmado con el Gobierno de EEUU contratos por valor de 1.000 millones de dólares y su dueño, Erik Prince, es un generoso contribuyente de la causa republicana. En la cúpula directiva de Blackwater figura también Cofer Back, quien fuera entre 2002 y 2004 el máximo responsable de la lucha antiterrorista estadounidense. Y uno de sus últimos grandes fichajes es el de Kenneth Starr, el famoso fiscal especial del caso Lewinsky, asesor legal de Blackwater desde 2006.
A punto de convertirse en víctima de Blackwater estuvo también el cámara español Iñigo Horcajuelo, de Antena 3. Uno de sus mercenarios le pegó un tiro, en 2005, cuando filmaba en Nueva Orleans, pocos días después del paso del Katrina. La herida de la bala, que le pasó rozando, precisó dos puntos de sutura. Aún espera que le respondan a la denuncia que presentó.
Blackwater se sirvió de los foros por donde se mueve el personal experto en seguridad y del boca a boca para captar a los 100 españoles asistentes a su charla. A G. B. se lo contó un amigo escolta en el País Vasco, a quien también le sedujo la oferta. Fueron compañeros en Blackwater.
G. B., a punto de salir forzosamente del ejército por haber cumplido los 12 años máximos de contrato, buscaba una salida profesional. Se había formado por su cuenta en Israel, donde imparten clases los mejores especialistas en zonas de alto riesgo, y no le asustaba el terreno que iba a pisar porque había integrado varias misiones del Ejército español en zonas calientes.
Pero no todos los que escuchaban el estupendo plan que vendían los delegados de Blackwater en Madrid tenían su nivel de preparación. G. B. lo notó enseguida: «Durante la presentación sacaron tres modelos de pistolas y los pusieron sobre la mesa. La gente se levantaba como si no hubiera visto nunca un arma. Las tocaban, hacían como que disparaban al tiempo que apuntaban a alguien y gritaban "¡qué guapa!". Eso no entra dentro de la profesionalidad». De hecho, entre sus compañeros de viaje había un joven ceutí, cuyos conocimientos bélicos se limitaban a su experiencia como vigilante de seguridad de un centro comercial. Al aterrizar en Irak, lo primero que preguntó es cómo podía conseguir una playstation.
El retrato que traza G. B. de sus 31 compañeros de viaje es el de un grupo de entre 35 y 45 años, casi todos procedentes de Madrid. Una vez en Bagdad, los dividieron en dos equipos. A G. B. lo enviaron, con otros 17, a Faluya. Allí le entregaron el uniforme blackwater: camisetas negras, pantalón color caqui, chaleco de explorador a juego... Todas las prendas con el 0 positivo, su grupo sanguíneo, grabado en etiquetas. Luego, el arsenal: un kalasnikov, un M4, dos pistolas Glock 17 y 19 y ocho cargadores, para empezar, por cabeza. Y el plan de trabajo: de cada cinco días, tres de descanso. A partir de los seis meses de contrato, se les ofrecía la posibilidad de trabajar 90 a cambio de 20 días de vacaciones en España, con billete de avión pagado pero con el salario reducido a 9.000 euros.
En su periplo por Irak, G. B. pasó por varias de las bases estadounidenses, macrociudades donde no faltaba el Burger King ni el salón de videojuegos ni el gimnasio. En ellas, los blackwater eran tratados con deferencia por los soldados oficiales -«nos consideraban una unidad de elite»-. A no ser que el blackwater fuera de origen español. «A nosotros no nos miraban bien por las retiradas de las tropas, nos llamaban cobardes», cuenta G. B.
ENTRENAMIENTO EN ISRAEL
Entre la charla del hotel de la Castellana y el viaje de los 32 a Bagdad no medió preparación alguna. Quienes trabajan en el sector con profesionalidad consideran imprescindible, para formar y encajar los grupos, el paso por los campos de entrenamiento colombianos, norteamericanos o israelíes. En Israel, por ejemplo, se imparten cursos de altísima exigencia con pruebas que incluyen lidiar con los cohetes qassams que los palestinos lanzan en la frontera de Gaza o recorrer seis kilómetros en menos de 35 minutos llevando en camilla a un compañero. La importancia de la confianza en el equipo es tal que parte de la nota se obtiene de preguntar a los demás si trabajaría con cada uno de ellos.
Entre los maestros que enseñan en Israel cómo desenvolverse en zonas de alto riesgo hay un español, Félix Ramajo, quien también trabaja adiestrando a empresas de seguridad en Irak, a donde regresa en noviembre con el mismo cometido.
G. B. también quiere volver. Como ha hecho uno de los colegas españoles que lo acompañaron en la aventura de Blackwater, esta vez, contratado a través de una empresa inglesa. Preparando su segundo aterrizaje en Irak, G. B. está en conversaciones con un ex capitán español que pretende formar equipos para la protección de personalidades y de objetivos estratégicos.
Los requisitos que pide éste a los candidatos, y que él mismo enumera a Crónica, poco tienen que ver con las ligerezas de los de blackwater: «Mínimo cuatro años de experiencia en unidades de operaciones especiales, antiterroristas o similares, conocimientos acreditados en seguridad, dominio del inglés y nivel básico de árabe, habilidad en conducción evasiva...».
En su archivo guarda ya el currículo de José, escolta en el País Vasco. «Algunos estamos muy quemados por el ritmo de trabajo y las expectativas profesionales en Irak es una salida. Además, el incentivo económico también es muy atractivo», dice. Y en Anes, la asociación que agrupa a los escoltas, aseguran que cuentan con 100 personas dispuestas a marcharse.
El ex capitán, que de momento recopila currículos, piensa enviar a sus reclutas a través de un socio estadounidense. Las PMC (Compañías Militares Privadas, en sus siglas en inglés) no están autorizadas en nuestro país. Por eso los españoles dispuestos a ganarse la vida como soldados a sueldo en Irak, contactan con Blackwater y similares.
SGSI, que para eludir la ley se ha afincado en Gibraltar, es la única empresa de capital español que opera en el sector. Su gerente, Víctor González de la Aleja, quien asegura que actualmente se encuentra en Irak con una treintena de mercenarios españoles, llama a Crónica desde Bagdad, la mañana del pasado viernes. La llamada se corta en cinco minutos.
Le da tiempo a contar que están protegiendo a los líderes del PUK (Unión Patriótica del Kurdistán), a quienes escoltan en sus continuos viajes de Bagdad al Kurdistán y viceversa, una ruta especialmente delicada. «Esta mañana nos hemos encontrado con que dos coches tenían la transmisión desmontada, no sabemos qué ha pasado y uno de los traductores, Federico [lo han apodado así, pero se llama Hassan] ha desaparecido. Todos llevamos un sistema de localización así que sabemos que está en Irán, pero no me puedo meter allí con el equipo para buscarlo. Sospechamos que está secuestrado...».
Con información de
Pablo Pardo
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LA BATALLA DEL 4 DE ABRIL
Las tropas españolas conocen bien la forma de actuar de los mercenarios. En el reportaje que CRONICA publicó el 3 de octubre de 2004 sobre la llamada batalla del 4 de abril, en la que soldados españoles de la base iraquí de Nayaf repelieron el ataque del enemigo, se contaba con detalle las prácticas de estos soldados de fortuna. Estos son algunos extractos del reportaje: «... También llegan tres helicópteros Defender, pintados de un significativo color negro, con mercenarios... Estos, sin someterse a más disciplina que la suya propia, toman posiciones y empiezan a hacer fuego indiscriminadamente, causando escenas harto desagradables. Es gente que se dedica con toda frialdad a matar civiles, perros, ganado o cualquier cosa que se mueva». «Uno de los mercenarios dispara contra una ambulancia que intenta recoger a los caídos en el combate. Luego se sienta un rato a leer y cuando se aburre se pone en pie y busca otro blanco. De un solo tiro abate a una ninja (apelativo que se da a las mujeres de edad iraquíes, por sus vestiduras negras). Después de reponer fuerzas y descansar, hay miembros del contingente español que hablan con los mercenarios. Estos individuos peculiares, que despiertan repugnancia y curiosidad a la vez, les cuentan cosas maravillosas: que ganan casi 25 millones de pesetas al año, que tienen licencia para matar, que su periodo de instrucción no es muy duro, etcétera. Hay quien pregunta cómo apuntarse, y los mercenarios responden que todo es tan sencillo como una página Web».
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